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La otra Camy

El amor ni se crea ni se destruye. Simplemente se transforma.

El amor ni se crea ni se destruye. Simplemente se transforma.

Es cierto que hace ya un buen par de meses que no actualizaba esta página, pero también en una ocasión un alumno de periodismo me dijo citando a una de sus profesoras que "cuando no ai nada ke escribir, lo mejor es no escribir nada". Siempre he sido rebelde pero nunca suficientemente radical como para seguir estas consignas al pie de la letra, porque reconozco que escribir es un placer infinito, casi orgásmico.

 

Buscando una excusa para no haberme entregado a este placer, y aun a la lujuria de escribir porque sí como siempre hago, me encuentro echando cuentas de todo lo sucedido en estos meses. Es cierto que he estado muy muy triste con los avatares desgraciados de mi vida personal, intentando arreglar lo inarreglable, escribiéndolo a trozos para conjurarlo y para no olvidarlo ni repetirlo jamás. También he tenido un par de accidentes con el coche, aparte de todos los rayones antes mencionados, que me han reafirmado en el título de conductora nefasta por el que se me conoce en el círculo de allegados; me he llevado un par de palos con la salud de la niña de mis ojos (niña de estatura y con un ojito vago); Lo que me he ido encontrando en la política local da para novelas de varios volúmenes y no hace falta ser ninguna lumbrera para escribirlas: a poco que escribas sin muchas faltas de ortografía, cualquiera puede hacerse con un best seller. Lo escribiré algún día si esta dulce amnesia no me gana la partida. ¿Acaso no está vendiendo libros como rosquillas la Esperanza Aguirre esa?

 

Pero no todo el chocolate es amargo, afortunadamente. También he hecho cosas muy gratas en mis ratos libres que no son muchos, como la edición de las coplas de los padres de Merce, que pronto verán la luz, espero; las actividades que se organizaron del APA este año gustaron a grandes y chicos y parece que empezamos a resurgir por fin; la puesta en escena de nuestra obra de títeres “Farsa y justicia del corregidor” en Icod y en el Teatro La Granja de Santa Cruz (una pena que no se haya sabido publicitar y nuestro esfuerzo fuera en balde. Me conformaré con la carta de recomendación que recibí como diploma y las caritas de emoción de mis niñas y la satisfacción de haber compartido este tiempo con mis compañeros de reparto), la corrección de parte de la tesis de mi querida y añorada Rubi (Pitu, cómo te echo de menos, preciosa), que espero sinceramente que llegue a buen puerto; Comencé y guardé por ahí un esbozo de estudio lingüístico de los fitotopónimos en Icod, escrito bajo sospecha de deslealtad conyugal, y sobre todo he invertido mucho tiempo en revivir y restaurar una amistad que creí destruida por los avatares desgraciados de mi vida personal y que es lo que más me ha costado en todo este tiempo, pues en ocasiones es preferible derrumbar un edificio y construirlo nuevo que remendar uno antiguo. Pero por suerte estamos en la era del gusto por la recuperación de las cosas antiguas y, por ejemplo, lejos de querer heredar riquezas de mis antepasados, ahí en el pasillo descansa la famosa maleta que mi abuelo llevó a la guerra y el cuadro de la virgen del Carmen que tenía mi abuela en su dormitorio, esperando que una mano paciente y cariñosa les devuelva el lejano brillo que alguna vez tuvieron para ocupar algún rincón de mis futuros planes y lo haré en cuanto halle un ratito. Con eso me conformo.

 

Dice un proverbio anónimo que cuentes tu vida por las sonrisas, no por las lágrimas y que cuentes tu edad por tus amigos y no por tus años. Debería haberle hecho caso, porque todas éstas son cosas y cosas que podrían ser objeto de ríos de tinta si quisiera convertirlos en tales, pero he estado muy ocupada compadeciéndome -que es lo peor que puede hacerse cuando se está herida-, que no he reparado en que alguien pudiera querer seguir leyendo mis escritos por malos que sean. Ese anónimo que leí ayer en un cierto periódico digital que consigue no sé cómo combinar noticias serias con la pura carroña cotidiana, probablemente ilegal, y que decía que soy una “periodista o escritora frustrada” no va a ser un atentado contra mi autoestima, que bastante que me ha costado agenciármela. Ya lo dije una vez y lo repito: Hay miles de sitios en internet. Al que no le guste venir a leer el mío que busque otro, mejor o peor. Hay libertad para ello. En serio.

 

Ni soy periodista ni lo pretendo, ni soy escritora ni lo pretendo… por lo tanto de ninguna de las dos cosas puedo estar frustrada. Cuando elegí mi profesión fue como un flechazo con un nuevo amor tras unos años de matrimonio sin sentido. Ahora estoy plenamente enamorada de ella y sólo sueño con el momento de reencontrarme plenamente y seguir viviendo en luna de miel para siempre. Y no cambio este gran amor por ninguno.

 

Aunque… no siendo periodista ni escritora, el otro día revisando mi disco duro, que es como una bomba de relojería, encontré estas líneas que un día esgrimí en un documento en blanco y que, releyendo al azar, me resultaron curiosas. Algún día las usaré para escribir algo más amplio y superar así esa supuesta frustración. Les dejo con ellas:

 

 

Son las cinco de la mañana y me levanto a oscuras sintiendo que me quema la vejiga. Necesito urgentemente ir al váter. En la oscuridad mis pies descalzos tropiezan con un objeto atravesado en el pasillo. Maldigo en voz alta y a tientas busco el interruptor de la luz. No podía ser otra cosa que uno de sus enormes zapatos de plataforma. Hay lentejuelas y restos de purpurina desparramados por todo el suelo, ¡maldito cabrón! ¡Hijoputa el niñato este! Con lo que me costó limpiar el piso… Miguel, maricón de mierda, ¿dónde te metes?, grito, mientras camino el largo pasillo en cuyo extremo está el retrete. Tirada en la entrada, su capa de raso verde. Le doy una patada y la retiro de mi camino para no volver a tropezarme. Miguel, ¿qué te pasa? Allí, de rodillas, con la cabeza literalmente empotrada en el váter, está Miguel, mi compañero, mi amor, mi niño amado, con sus pelos de pincho engominados y teñidos de fucsia y purpurina tornasolada, con el torso medio desnudo, cubierto por una suerte de collar de plumas verdes y rosadas. Su espalda está muy maltratada de cardenales y magulladuras con restos de sangre seca. Sus hermosas nalgas rasuradas, todavía con las tangas rojas, están amoratadas aquí y allá. Miguel, ¿Qué te pasa, Miguel? Hago por alzarle la cabeza para contemplar su rostro, pero como está vomitando, espero unos minutos. Él mismo decide mirarme, lentamente. Debajo de toda esa mano de pintura de fantasía descubro su ojo derecho, hinchado, con el blanco sanguinolento. Su nariz sangra y probablemente esté rota. Se nota sin hacer grandes esfuerzos que ha estado llorando por los evidentes caminos de pintura que discurren mejilla abajo haciendo un fanguizal de toda su siempre angelical superficie. ¿Qué te ha pasado, Miguel? Me quedo allí de pie, mirándolo boquiabierto… un hilo acuoso que no puedo evitar cae desde mis calzoncillos. Me estoy meando sin remedio. Te estás meando, atina a decirme sin dejar de sollozar. Mi angelote hermoso, ¿Qué te hicieron? ¿Quién fue el hijoputa que te hizo esto?

 

Durante los últimos años de la secundaria me enamoré (sí, esa es la palabra correcta) de aquel hermoso compañero de clase: Miguel, un cachas buenorro, con sus ojos almendrados color miel, su perfil de Adonis griego, sus labios carnosos, el pelo negro, largo y cuidadísimo cayéndole sobre la espalda; el cuerpo fibroso, bien definido, con sus piernas de futbolista, el trasero redondo y una más que apetecible delantera que me hacía salivar como un toro en celo. Pasaba horas contemplándolo como cordero degollado durante la clase de Educación Física, mientras el pantalón corto me regalaba la vista gentilmente con sus encantos y el polo blanco, sudado, se pegaba a su pecho alegrándome el ojillo; verlo correr tras la pelota era por entonces el mejor premio a mi sacrificada contemplación. Hasta que un día al final de un partido de fútbol decidí declararle mi amor y allí, en las duchas, mientras se perfumaba llevando un minúsculo bóxer blanco por toda indumentaria, le lancé un beso al aire y me guiñó un ojo por respuesta y fue ahí cuando decidí salir del armario y presentarme frente el mundo para devorarlo junto a Miguel y conocer con él los miles de placeres sólo para entendidos que se ocultan bajo las sábanas…

 

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