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La otra Camy

Maricón el que no baile

Maricón el que no baile

Un especial recuerdo a mis compañeros de la comisión del 86 y especialmente a Carlos y a las proveedoras. También a Monsita, por aguantar todo el camino.

 

Últimamente, cuando voy por ahí y veo algunos detalles de las fiestas de los barrios, me da por acordarme con añoranza de las agridulces penurias que un grupo de doce chiquillas de mi barrio, Santa Bárbara, sufrimos haciendo las fiestas del año 1986 y en lo que se han convertido las fiestas de barrio en estos días.

 

Recuerdo que para tener el papel de seda listo con el que adornar en el mes de agosto las plazas y recorridos de todo el barrio, mis compañeras proveedoras y yo previamente decidimos muy por unanimidad y sin muchas disquisiciones ni argumentos a favor o en contra que de los que había, los colores más bonitos eran el blanco, el rosa chicle y el azul turquesa. Todo valía siempre y cuando no se eligiera el rojo, que tenía fama de desteñir si se mojaba, pues todas recordábamos la blusita (en mi caso una sudadera rosa a la que le tenía especial cariño) que se nos había echado a perder de manchas rojas en la fiesta del año anterior el domingo durante la procesión nocturna. Y como en agosto, mes por excelencia de las cabañuelas, es inevitable que caiga una llovizna fina o un torrencial aguacero, estos colores que elegimos eran bastante inocuos, por lo que, con los primeros fondos que conseguimos de la venta de las rifas del cochino en los días previos a la pelana del 85, compramos manillas y manillas de papel de seda blanco, rosa y azul, que luego, sin que nadie nos marcara las pautas de nada, porque dicen que “burro cargado busca camino”, los recortábamos diseñando sin usar el lápiz complicados dibujos e iniciales en la superficie y luego los pegábamos en una tendedera de hilo plástico cuyas liñas, muy pegaditas entre sí, medían unos 12 metros de longitud. El pegamento simplemente era una curiosa pasta de harina y agua en cuya fabricación muchas de mis compañeras eran verdaderas expertas.

 

Pasábamos tardes verdaderamente felices, entre los callos doloridos de empuñar las tijeras, los confettis de formas inimaginadas, pero siempre de tres colores, las risas, los chismorreos y las manchas de pasta de harina. A la que le tocaba “dar la pasta” pasaría la tarde con las manos frías y empegostadas y varios días con la piel arrugada y áspera, pero las había que preferían esto antes que el callo que se te formaba en el dedo de tanto recortar.

 

Recuerdo que la pasta llegaba a adherirse al suelo de cemento apisonado con tal ahínco que era imposible arrancarla una vez que se enmohecía y se ponía negruzca. Todavía no sé cómo se las ingenió Carlos para arrancar aquellas plastas del suelo del salón.

 

Al día siguiente de hacer una tanda, cuando ya estaba seca, recogíamos la colada tricolor, doblándola y colocándola cuidadosamente en grandes cajas que apilábamos en una esquina. Y otra vez vuelta a tender.

 

Ya por marzo o abril teníamos arrinconadas muchas cajas. A una de las compañeras se le ocurrió hacer recuento de lo que habíamos almacenado en las cajas para saber lo que nos quedaba todavía por hacer y equilibrar así los colores. Fue entonces que descubrió que las primeras cajas, que llevaban unos 5 ó 6 meses almacenadas, estaban siendo pasto de los ratones, tal era la fina calidad de la harina que usábamos para hacer la pasta. El destrozo fue tanto que, por prevenir que no fuera a más, nos vimos obligadas a encaramar las cajas sobre el pequeño cuartito que nos servía de baño para que los roedores no las alcanzaran.

 

Hormiguitas hacendosas como éramos, conseguimos remontar este desastre y preparar más papel del que habitualmente se hacía en otros años e incluso fabricamos flores y una piñata que incorporar en el festival infantil.

 

Así llegó la fiesta de agosto de 1986. El jueves de la fiesta, después de la rama que antes se iba a buscar en lunes, comenzamos desde el amanecer a colocar el papel en las plazas formando como un ajedrez tricolor. Primero engalanamos la plaza grande, hoy dedicada a Don Mauricio, y luego la plaza de arriba, hoy inexistente como tal y que dará paso a lo que será en el futuro nuestra nueva plaza. Al final, con lo que quedara y sin tanto esmero, adornaríamos las calles, que se hacía a lomos de una escalera, pero eso era cosa de hombres, porque las proveedoras tendíamos en el suelo las tiras de papel amarradas a una guía que luego descendería poco a poco por un puntal hasta colocarse de techo en la plaza.

 

Ese jueves de agosto el sol se pasó tres pueblos (en Icod el Alto también había fiesta), por lo que literalmente nos achicharramos al son de la orquesta los Rocker’s, que sonó incansable durante todo el día en los altavoces de Radio González, hasta que allá a las seis de la tarde le dijimos a Argelio si no tenía otra cinta y nos contestó que es que acababa de llegar gente nueva que no la había oído todavía. Por la noche fuimos al baile con las caritas rojas superquemadas, pero felices porque toda una lluvia de felicitaciones nos llovió por la elección de los colores y el buen gusto empleado en la colocación y distribución de los mismos y también por las flores, que ponían el toque innovador por excelencia.

 

Al día siguiente, el viernes, también nos llovió, lluvia de la otra, durante la verbena de esa noche, un chubasco de los que hacen época, que dio al traste con los pelopinchos que tanto me costó ponerme tiesos para esa noche y especialmente con los hermosos contrastes tricolor que nos costaron un año de trabajo y muchos callos y manos ásperas y arrugadas. Y ya en casa tuve que habérmelas con la angustia de ver cómo los goterones que se filtraban por el techo de mi habitación mojaban una vez más mis libros y mis cosas más queridas, sumándose a la congoja de imaginar las liñas peladas, ya sin papeles ni pasta siquiera que los pudiera retener en su sitio.

 

Al día siguiente, sábado y por la mañana, tras la monumental mojada nocturna y después de ver el destrozo, hicimos la subida de los Cestos y Bollos con un poco de desánimo. Era uno de los primeros años en que se subía con traje típico y el recorrido era un poco más largo porque entraba por la calle derecha y subía por Siervo de Dios y Calle Los Reyes. Al llevar las manos sujetando el cesto de plato, los refajos se te enredaban entre las piernas por las empinadas cuestas y nadie te relevaba por la novelería de salir en la foto portando un bollo como ahora, porque tampoco había tantas cámaras y ni a veces una madre que nos acompañara en el recorrido con una triste botella de agua. Yo, además de los 7 kilos de mimbres trenzados, pan sin levadura, flores de celofán de colores varios, 40 figuritas de azúcar auténticas -de las que hacían las monjitas- espichadas en sendas cañas primorosamente cortadas por mi padre y 104 cintas de colores con sus bordados, recortadas y rehiladas por mi abuela, encima tuve que cargar, literalmente, con Monse vestida de maga, de apenas cuatro añitos, la mayorcita y más aparente para el cargo de acompañante que pude conseguir, colgada de una cinta amarilla y fea que doña Obdulia se debió dejar suelta tal vez adrede para servir a este menester y que cada vez era más larga de los tirones que le daba aquel pobre angelito con traje villero.

 

Y después de la colocación de los Cestos y los Bollos en la media naranja, cómo no, el baile, el mejor de toda la fiesta. Había que bailar toda la noche pero, como no podía ser de otro modo, esa noche me molestaron los jodidos zapatos, aquella imitación de converse all star demasiado bajos para el puente de mis pies, con lo que pasé ratos sentada escuchando la mejor orquesta del momento elegida para la ocasión, Los Dinámicos, conducida por supuesto por Pepe Benavente. Pero al final del baile, allá a las tres de la madrugada, cuando todos se fueron a descansar, nos convocan a todos los miembros de la Comisión de Fiestas a reponer –como había de sobra- toda la plaza de los papeles estropeados por la lluvia, dado que al día siguiente era el día grande y eso no se podía presentar así, de cualquier manera. Y además, barrer la plaza con aquellas escobas tan típicas que ya empezaban a mostrarse demasiado ajadas para tan pocos días de uso.

 

No recuerdo a qué hora me acosté esa noche. Sólo sé que a las 8 de la mañana del domingo había que estar en El Pino, vestida de maga, con un ramo de gladiolos amarillos y desfilando delante del Regimiento, por supuesto a paso de soldado, hasta la casa de Tinito, o lo que es lo mismo, aproximadamente un kilómetro. Luego de allí con las autoridades hasta la plaza, aguantar toda la misa con un sol adormecedor dándote en la cara mientras los soldados que escoltaban el altar, en posición de firme, pero a la sombra, se tambaleaban hasta caer desmayados de puro agotamiento… Uno,… otro,… otro… La gente ya más pendiente del rostro de los escoltas que del sermón.

 

Luego venía la procesión, el almuerzo con los soldados a los que dábamos jaque mate porque con el sueño atrasado que ya arrastrábamos a nadie se le ocurría ponerse a ligar con un soldado pletórico que probablemente habría dormido toda la noche a juzgar por el palique (Me acuerdo de un soldado palicoso y de una carne de conejo divina). Después del almuerzo, había que bailar con los soldados, que para eso éramos chicas casaderas y derrochábamos esa gracia y ese verbo con doble sentido aprendido después de un año de camaradería. Luego el rosario y la procesión y al final nos mandaban para casa a quitarnos los atuendos típicos para venir de calle al festival por la noche “porque actuaban Los Sabandeños”. Y el lunes tempranito… a barrer, por la tarde a servirle aceitunas y refrescos a los ancianitos y por la noche… el baile. Y el martes tempranito… a barrer y por la tarde la pelana y el baile hasta altas horas. Y el miércoles ya no tan tempranito… a barrer, y a jubilar las escobas que ya no daban más de sí.

 

Paso página.

 

Hace unos días estuve observando un grupo de mujeres de la comisión de fiestas de mi barrio que animadamente hacían flores de papel de todos los colores mientras despotricaban y hablaban de todo lo que se movía y lo que estaba quieto, mientras unas chicas más jóvenes, las proveedoras, colocaban el producto en alegres tiras. Después vi a una de ellas barriendo con una escoba y comenté con la bibliotecaria los años que hacía que no veía una escoba de éstas por aquel territorio y ciertamente algo se me ha alegrado en el interior, como si un tiempo añorado regresara para quedarse.

 

Ustedes dirán ¿a qué viene eso de “añorado”, si hoy todo es mejor? Los papeles vienen ya hechos y son plásticos, preparados para lluvia y sol y no destiñen; Nadie se levanta temprano a barrer porque papá Ayuntamiento te manda la barredora (cuando funcionan los trastos que heredamos, claro) con sólo mencionárselo a un concejal, el que sea; y para entretener a los soldados están preferiblemente la reina, la miss y toda su corte de honor, que son las chicas más guapas del lugar en ese año.

 

Y es que, desde hace algún tiempo, apenas al principio de mis años de concejala en la oposición, un día comentaba un compañero que la fiesta de tal barrio la llenaron por todas partes con la bandera del ayuntamiento porque claro, el presidente de la comisión era tal persona, simpatizante del alcalde socialista y había que reírle la gracia y no poner las banderas habituales. Luego comentaban que en otro barrio un simpatizante de CC, como era presidente, puso los papeles de la plaza de los colores de la bandera canaria. Después que no sé quién que era presidente de no sé qué fiesta los puso de rojo y todos a comentar a continuación que menos mal que siendo plásticos no se desteñían al mojarse… Y poco a poco, he ido observando que rara ha sido la fiesta a la que yo haya ido en la que no aparecieran los papeles y las banderas subliminalmente representando a un partido político y cosas por el estilo que hacen que la fiesta deje de ser algo inocente, sano y divertido para convertirse en una batalla política sin sentido. Lo que no sé es si los presidentes tienen en realidad tan arraigados los colores de este o aquel partido o es que hay alguien que anda por ahí moviendo los hilos invisibles de lo que no son sino simples marionetas. Pero ya luego el tema se ha venido extendiendo a algo más que los colores. También se observa en las formas y en algunos casos la politización de algunas fiestas llega a ser tan feroz que se llega a extremos de no razonar y actuar de forma incoherente y hasta patética.

 

Ejemplos horrorosos de no saber diferenciar la politización de la política y la fiesta y la diversión sana de todo lo otro son los últimos acontecimientos de este verano. Menos mal que yo cuando eso no estaba, aunque en los días previos podía fácilmente preverse el desastre, pues, con más retortijón de tripa que gozo en el alma, leí en un curioso documento cómo decía una concejalA miembrA de un partido político, que, metida a filóloga por obra y arte de algún espíritu kamikaze, nos ilustraba con consignas como que la palabra fiesta provenía del vocablo latino festum, dejando en su intelectual delirio tan boquiabierto a todo el barrio, que ella misma “no se dio cuenta” de que quien tenía que representar al ayuntamiento y al municipio en ese documento era, en definitiva, su alcalde y no ella. No conformes con esto, me contaron luego que los miembros de la comisión de fiestas se dieron a la enajenación mental de ignorar la presencia del alcalde en los actos para así "fastidiarlo porque como no les caía bien"…, como si el alcalde fuese la persona que está ahí sentada estoicamente hasta cuatro y cinco horas en un acto y no la noble institución a la que representa, como si sólo fuera el alcalde de unos pocos vecinos y no representase a todos los ciudadanos por quienes ha sido elegido democráticamente. Me hizo hasta gracia el otro día que, hablando con una concejala güimarera de la oposición, le comenté que alguna vez conocí a “tu alcalde”, a lo que me espetó “ése no es mi alcalde”. ¡Uff! Pues yo cuando estaba en la oposición sí tenía muy claro quién era mi alcalde y el de todos los ciudadanos de mi pueblo, hasta que las urnas dictaron otra cosa. Hoy por hoy mucha gente parece no tenerlo tan claro. Creo que nos debemos estar volviendo un poco locos para que la actitud de un vecino puede llegar a dejar en entredicho a todo un barrio y como mínimo y especialmente queden cagados todos los miembros de una comisión de fiestas que se pasan un año trabajando para conseguir fines tan patéticos como esta politización incoherente. (Por lo menos hoy por hoy ya tenemos a esta comisión como ejemplo de cómo no se deben hacer las cosas).

 

¿Y qué me dicen de meter a pregonero de una fiesta donde nunca antes había habido pregones a un señor venido de fuera simplemente porque es delegado del gobierno y representa a un partido? ¿No hay otras personas válidas que digan un pregón que no sean políticos? Resulta como un poco insólito, ¿no?

 

 

Pero me hace gracia sobre todo cuando por ejemplo al acabar la fiesta de 2008 no haya gente dispuesta que tome el relevo para hacer la fiesta del 2009 o del 2010 y, sin embargo, sorprendentemente, sí haya comisión para el 2011, y la excusa típica es que hay una promesa que cumplir y casualmente quien tiene la promesa que cumplir es, como no, "un destacado simpatizante". ¿Cómo le vas a negar a un vecino que cumpla una promesa? ¿Qué pasa? ¿Acaso el 2011 es año electoral y desde algún partido político se puede aprovechar para repartir votos en bolsas de basura el día de reflexión haciéndose pasar por una comisión de fiestas? Es increíble que exista la mezquindad hasta esos extremos, pero existe, vaya si existe. Conozco anécdotas tan sumamente sorprendentes como divertidas.

 

Y es que ya no es sólo la fiesta. Poco a poco he ido viendo cómo la politización ha ido ganando terreno en todas las facetas de la vida diaria de los ciudadanos que me rodean y me preocupa adónde irá a parar de seguir así. Vemos politización en las asociaciones de vecinos, en los clubes deportivos, hasta en las cafeterías. Allá donde va la gente va el fantasma de la politización siguiéndola como un estigma entrometido empeñado en colarse e impregnarlo todo con sus pringosas manos. Porque si hay algo nocivo en todo esto es que sin darnos cuenta cada vez más seremos dependientes de quien nos politiza. No nos servimos de la política para convertirnos en ciudadanos libres, sino la política se sirve de nosotros para esclavizarnos y hacernos pasar por situaciones bochornosas, que nos restan valía como personas.

 

Yo puedo decir que en ese sentido viví una época más libre y, aunque nací cuando Franco daba ya sus últimos estertores, no me crié en esa esclavitud que ahora funciona a mi alrededor, esa esclavitud que hace que muchos ciudadanos -de mi generación y mayores- estén de contino pendientes de transmitir con cualquier excusa mensajes políticos subliminales, o, en el caso contrario, que vean esta politización como cosa normal, no siendo capaces de captar detalles que pueden pasar desapercibidos para quien no los vea con ojos críticos. Así me pasó el otro día con un compañero, que me dice sinceramente convencido al ver la decoración de la plaza de un barrio: ¡Ay, Camy, qué bonitos los papeles! Sí, “la revolución naranja”, qué bonita, no te jode. ¿No ves que el presidente de la comisión es “simpatizante”?

 

Ya sé que a muchos les parecerá mal que yo lo diga, por aquello del cargo y esas boberías, pero soy consciente de que puedo ponerme en un punto de objetividad que a muchos en mi lugar les costaría asumir: La política es una cosa y la politización es otra bien diferente que mete todo lo que toca en una espiral de destrucción, de perniciosa dependencia, en un proceso corrosivo donde las personas son fácilmente manipulables. Francamente, tenemos que lograr que la política sea para los políticos y conseguir que las fiestas y otros eventos hoy tan vergonzosamente politizados sean ajenas a ello, organizadas por el pueblo, con o sin ayuda externa, pero de haberla, esa ayuda no debe ser el yugo de la politización que nos obligue a arrodillarnos ante ella y adorarla. Y debe ser la sociedad la que construya la política y no justamente a la inversa. Creo que nunca es tarde si lo que queremos es librar a nuestra sociedad de esa nefasta lacra que es la politización que nos rodea.

 

Por eso un sencillo gesto, que seguramente nadie a lo mejor lo percibió, fue ese que vi la otra tarde cuando las mujeres de la comisión de fiestas de mi barrio hacían flores de papel y mezclaban en la misma liña naranjas con violetas, verdes con amarillos, blancos con rosas en una alegre explosión de color y en ningún momento me pareció ver simulación de banderas subliminales. Me resulta agradable aunque sólo es un minúsculo pasito, un pequeño rayo de luz, porque de oscuridades… podríamos hablar.

 

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