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La otra Camy

NECESITO UN HOMBRE

NECESITO UN HOMBRE

A un compañero, Andrés, cuya fortaleza ahora admiro. Este texto es anterior a aquella convención de cargos públicos, en la que “si no lo veo, no lo creo”.

 

Andrés es un hombre. Andrés es “el hombre”, el “Hombre” con mayúsculas, el esperado, el deseado, el hombre soñado. Como su nombre indica Andrés es hombre, viril, valiente, ante todo masculino, con esa determinación que se espera del hombre valeroso, autosuficiente, guerrero, estratega…

 

Pero Andrés, bajo ese caparazón de impoluta mirada ingenua, alberga la duda y el asco. Todos los días se pregunta si lo que hace merece la pena, si todo el esfuerzo de tantos años de estudios brillantes tiene sentido para llegar al callejón sin salida en que ahora se encuentra. Se pregunta si por el maldito puñado de euros que lleva a casa cada primero de mes vale la pena malgastar sus amplios conocimientos y su valía, sus exquisitos modales y su sensibilidad sin límites.

 

Andrés se plantea constantemente su encrucijada de un solo camino con retorno a la nada. Andrés refleja en su dulce mirada clara la repulsa por la perversidad y la traición en la que se ve envuelto cada segundo y le cuesta fingir el desagrado que le produce haber tenido un pasado tan brillante para llegar a convertirse en un simple sicario, en un esbirro más, en un conspirador de tres al cuarto al que, por falta de práctica y por no tener una inclinación de pensamiento lo suficientemente vil, se le escapan burdos gazapos constantemente.

 

Andrés no sabe cómo ocultar a su familia el lodazal en el que naufraga su vida diaria. Sabe que ni sus padres ni su novia le perdonarían caer tan bajo después del esfuerzo y el esmero con que se ha educado en unos principios de honestidad, de lealtad que él no está cumpliendo, al menos no con todo el mundo… no con todo el mundo. Sus amigos tampoco entenderían adónde han ido a parar sus dotes de persona ejemplar.

 

A Andrés le crispa los nervios saberse el cuervo que le saca los ojos al amo y no se siente satisfecho y su garganta atenazada no profiere más que monosílabos adoloridos que salen de sus pulmones agarrotados por la angustia de una vileza que lo arrastra sin que pueda luchar  contracorriente. Andrés observa cómo día a día se va perdiendo su contacto con la vida normalmente ingenua que antes solía serle familiar y que ahora le resulta una desconocida.

 

Andrés cada noche se plantea cuánto tiempo más podrá aguantar este engaño y cada mañana, mientras anuda con pulcritud su corbata, simplemente, no se arma de valor, no hace honor al nombre que le pesa como una losa; ojalá pudiera llamarse cobarde y esconder la cola como un perro y echarse atrás y decir que no.

 

Andrés se culpa por no saber negarse, por ser bueno, por no ser valiente, por ser demasiado cómodo y por no buscar otra alternativa más llevadera y que le ocasione menos traumas. Andrés siente que su debilidad es infinitamente mayor cuanto más grande es la malevolencia que lo rodea, y siente, así lo dice la timidez de su mirada cabizbaja, que su sensibilidad se diluye y se evapora a pasos de gigante, dejando tras de sí un rictus de contrariedad y resignación.

 

Andrés “es justamente el hombre que necesito”.

 

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